En esta exhibición de ventana, de
vitrina doméstica, voy acomodando aquello que me hace feliz con
verlo, que quiero que el resto vea, con esa concepción desinteresada
de la belleza, que gratifica por el encuentro, por la impresión que
se queda en la memoria, no por la posesión de quien mira. La
delicadeza transparente de vidrio, de cristal tenue, que permite ver
únicamente la cara que se muestra, pero no palpar, no dar la vuelta,
no poderse llevar a la casa las cosas, es parecida a la dignidad de
un mueble que resiste al paso de los años cubierto por una capa
plástica. La mica, el vidrio, el plástico, convierten la cercanía
en abismo. El vidrio protege, pero aísla: qué pensarán las cosas
que están dentro, de quienes contemplamos desde fuera a través del
filtro infranqueable.
Entonces, abrir una vitrina, romper un
vidrio, despegar un plástico, remover un cristal, son actos
revolucionarios que permiten tocar, oler, conocer, pero que dejan en
la absoluta vulnerabilidad el objeto que protegían desde la
invisibilidad. Y que la lluvia ya no empañe el paisaje, que no lo
fragmente con gotitas como de rocío que distorsionan la realidad con
ilusiones ópticas pegadas a los lentes. Tenía lentes y odiaba cómo
empañaban la visión de las cosas cuando hacía calor, o cómo las
multiplicaban en la lluvia, o cómo las alejaban para siempre cuando
estaban ausentes. Ahora no los tengo y los extraño a veces. ¿Quién
protege a mis ojos del mundo de cosas que no quiero ver? ¿Por qué
tengo que ver la realidad como es, sin una película cristalina que
se imponga entre la vida y yo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario