Fui la semana anterior a Chile
por motivos de trabajo por primera vez en mi vida y tuve la grata sorpresa de
recoger un poco mis pasos a través de la visita a la casa de mi amiga Ana,
quien en el año 2011 me compró un cuadro, que yo tenía en la mente, pero fue
uno de esos al que nunca tomé fotos, talvez porque no se me ocurría en ese
momento la importancia de documentar mi proceso de creación artística. Cuando
una vida comienza, parece que el mundo es infinito y que infinitas serán las
letras por escribir, los libros por leer, los lugares por conocer, los pasos por andar y las pinturas
por dibujar.
Ayer leía un libro precioso que
encontré en mi viaje: “Obra Visual de Violeta Parra” quien además de cantante y
compositora, era una artista plástica excepcional, que como Frida
Kahlo, comenzó a pintar por enfermedad y por la obligación de estar postrada a
causa de una hepatitis. El libro recoge las imágenes de arpilleras, óleos y
esculturas en papel maché de Violeta Parra, quien tenía un estilo espontáneo e
ingenuo, parecido a las imágenes expresionistas europeas de inicios del siglo
XX, con toques mágicos y míticos, producto de una vida latinoamericana y andina.
Como en el caso de Violeta Parra, la
pintura no surge siempre desde la emoción profunda o de la reflexión, sino a
veces es la compañera inevitable de los momentos más dolorosos. Yo pinto mucho
y escribo cuando estoy triste y en estos años de felicidad, quizás no lo he
hecho con la misma asiduidad. Es el trabajo también, el cambio de vida, de casa
y de espacios, que algunas pinturas se han secado y las obligaciones que
aparecen cuando una se casa. Pero no es solo eso, creo más bien que existe un
plan por fuera de nuestra determinación, que escribe como si lo hiciera en el
acta de nacimiento, el número de pasos que daremos en la vida, las letras que
escribiremos, los libros que leeremos, las palabras que pronunciaremos, los
besos que repartiremos, y las pinturas que crearemos.
Y el tiempo dosifica como
en gotas los momentos precisos en que cada proceso creativo tendrá lugar.
Esta reflexión cobró importancia
para mí ahora, porque como decía, en un momento de mi vida pensé que pintar
sería infinito. Me sentía prolífica y
sentía que los seres brotaban de mis dedos como respiraciones, o suspiros. Que
era tan fácil darles vida y que serían tantos que no era importante
fotografiarlos, o conservarlos siquiera. Eran tantos que había que venderlos,
regalarlos y mantenerlos en la memoria. Y en verdad, aunque no tenga evidencias
fotográficas de todas mis obras, las guardo en la mente y sé de cada una. Y si vuelvo
a verlas, luego de largas distancias, cual Johann Sebastian Mastropiero cuando
encontró a su gemelo separado al nacer, las reconozco enseguida.
Ahora me parece una labor
demasiado importante ir recogiendo los pasos de mis trabajos. No porque quiera
hacer algo para mostrarlo, ni porque quiera darles una relevancia pública,
precisamente, sino como un compromiso conmigo misma. Hay dibujos míos en muchos
lugares y cuando sentía que el proceso creativo era infinito, aun cuando
siempre les di valores, historias y vidas individuales a mis cuadros, no pensé
que llegaría a necesitar verlos de nuevo o a considerar que cada uno es una
pieza imprescindible de una cadena cerrada.
En el libro de Violeta Parra leí
una frase de Paul Klee, primorosa, que describe dibujar como “sacar una línea
de paseo”. Solo en este momento de mi vida comienzo a reflexionar sobre la
finitud de los actos humanos y sobre la individualidad y la irrepetibilidad de
cada uno. Dibujar, como sacar una línea de paseo, en el día del perdón y del
juicio final de cada una de nuestras vidas, podrán ser acciones plenamente
identificables y precisas, que tuvieron un espacio y un tiempo determinados de
ejecución y que en la historia universal, no llegan a ser ni siquiera datos
importantes, porque el mundo es ancho y ajeno y la gente es mala y no merece.
Posiblemente uno de las mayores
virtudes del arte, es proveer de materialidad y de relativa permanencia de
expresión a los momentos creativos que siempre tienen algo de emoción y un
contexto particular, y que, en el acto de darlos a luz, son temporales y
terminan irrefrenablemente. Una cartulina, una servilleta, un disco, un libro,
una fotografía son momentos congelados, como la arquitectura, música congelada
que resume, no solo una vida o momento creativo particular, sino el espíritu
creativo de un lugar, de una época, de una población.
No sé finalmente cuántos dibujos
más me quedan por pintar. Pero sí comienzo a sentir la enorme nostalgia de que
nada es para siempre. Buenos o malos mis dibujos, como los dibujos de cualquier
persona, a lo sumo pueden crearse en lo que dura una vida –el hecho de que sobrevivan a
su autora, en tanto soportes materiales, no les resta su finitud-. Se puede
matar al soñador pero no al sueño, decía una frase inserta en una agenda muy
bonita que tuve de niña, pero si se mata a la gallina de los huevos de oro,
quedan los huevos pero ya no hay más.
Y cada dibujo viene a vivir una
vida particular. Unos jamás se terminan y quedan como obras non
finito, otros se destruyen en momentos de desesperación artística, hay los
que quedan ocultos debajo de otros, cuyo soporte se aprovecha por ahorrar
material, otros se van del país, otros quedan colgados en paredes de la casa, otros
quedan en cuadernos o en cajas que alguna vez fueron guardados y su pronóstico
es no ser descubiertos nunca jamás. Algo así como el propio destino humano. Y hay estos otros, que sin pensarlo y en los lugares menos imaginados, se vuelven a ver.
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