Y me miento, y pienso que mañana, esos colores que la vida
pinta, no serán más los del cartón, sino los del rayo, los del páramo o el sol,
los del pavimento seco del calor que quema y da vida, la música de los pitos de
las calles y de los susurros de las vecinas, no más la música preferida que se
toca cómodamente, sino el ruido de la vida que pasa y transcurre fuera de las
esteras tejidas de paja y fuera de las flores compradas en la plaza de las
flores y fuera, también, de los jardines de las villas que nos recuerdan cuán
mal repartida está la plata, y por qué un@s tienen jardín y otr@s arrendamos, y
por qué el sol calienta mejor un jardín que un departamento, y por qué el frío
parece que se ensañara más cuando no tenemos cortinas que nos abriguen del mediodía
de posibilidades infinitas de texturas de caramelos alados, con los que
acompañamos el café o las galletas de las conversaciones sin fin, que nos
llevan a abrir paréntesis en interminables digresiones que poco o nada aportan
al tema central, que nos recuerdan que la memoria y que las sensatez, además de
conceptos frágiles, son realidades finitas, que como una chispa que se
enciende, la lucidez también puede irse en cualquier momento.
Y entonces, al final, que más somos sino lo que nos rodea, pero quedan las miradas, los recuerdos, los sueños y las ilusiones, que estando bien son individuales, que estando mal trastocan las prioridades y convierten lo individual en colectivo. Y salir a las calles, y apropiarnos del espacio público, que tiene de escenario y de testigo, que nos pertenece aunque no seamos propietari@s de ningún pedazo de tierra por el que entrar en procesos judiciales, que nos pertenece como nos pertenecen las flores frágiles y simples que crecen hasta junto a las alcantarillas, y esos pajaritos sencillos, de panza color de asfalto y pintas entre negras, blancas y cafés, en una cabeza que nos recuerda que no solo la compra, la venta y el sueldo son formas de vida, que siguen ahí, alimentándose de las migas de pan, de las flores, de los gusanos que todavía da la tierra, que tienen esas barriguitas grises llenas del plancton de la urbe, que viven más allá de nosotr@s, que son libres porque pueden volar. Que nos pertenecen, precisamente, porque no pertenecen a nadie, porque no nos pertenecen, porque el concepto perverso de la propiedad y la pertenencia, pierde sentido frente a esos seres que pueblan los paisajes de tod@s, y sobre los que nadie, afortunadamente, tiene la exclusividad.
Y el quicuyo, ese verdor proletario, que llaman algun@s mala hierba, que no necesita más que de los rigores y los prodigios del clima para ser. Y las gotas de rocío que generosamente bañan las hojitas más sencillas, esas que viven y hablan, esas que muriendo todos los días, viven, que son colectivamente, que no necesitan de su individualidad para ser una alfombra cómoda sobre la que posar las suelas de nuestros zapatos, que no nos hieren los pies. Porque pensar colectivamente es un asunto que viene de la necesidad, de la reivindicación, de los sufrimientos compartidos. No viene de los espejos, ni de los tapices, ni de los libros, siquiera. Viene de adentro, de donde tod@s venimos. Y que sea contagioso, si se pide, si se necesita. Si somos más quienes sufrimos el miedo, la represión, la falsa perfección que nos venden por montones con nuestro propio dinero, más seremos en las calles, en los adoquines del espacio público, versión urbana, pero no menos importante, no menos poética, y no menos simbólica, del quicuyo que se pertenece a sí mismo y que procura una alfombra verde sobre la que seguir peleando el camino.
Y ser como los pajaritos grises y sencillos, como el quicuyo que no pide para crecer, pero crece de nuevo si se corta, como los dientes de león que de amarillos se convierten en transparencia que el viento se lleva de un soplo prodigioso. Como los niños y las niñas que parecen ya venir con la sabiduría necesaria para enfrentar el mundo que les dejamos mal y que les toca.
Como las panzas de los pajaritos cuyo nombre, al menos yo, no sé.
Como el pan enrollado que venden caliente en las tiendas y que al siguiente día sabe mal, pero alimenta igual.
Como los inexplicables soles cuencanos que preceden a los torrenciales aguaceros para los que, a veces, no tenemos paraguas.
Como las mentiras que nos decimos, como las verdades que se multiplican hasta vaciar de contenido las mentiras que queremos que sean verdades.
Como los pajaritos aquellos, que llegan sin que un@ les llame. Como el diente de león y el quicuyo, regalos urbanos de la naturaleza que le gana al concreto.
En fin.
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