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sábado, 7 de septiembre de 2013

ESPEJOS


“Un pez solo en su pecera se entristece
y entonces basta ponerle un espejo
y el pez vuelve a estar contento.”
Julio Cortázar, Rayuela.

Los espejos, paradigma de la vanidad y el autoconocimiento, al menos superficial, reafirman y repiten nuestra frágil existencia. Nos miramos en el espejo, en un ejercicio de narcisismo o mortificación, y de apropiación de nosotros/as mismos/as, para saber que estamos aquí. La sociedad actual, “mundo de plástico y de ruido”[1], es algo parecido al espejo testigo, que hoy reemplaza a los ojos del resto, antaño los espejos en los que teníamos que mirar para vernos.

Hace más de quinientos años, según cuenta la leyenda, los españoles cambiaron por oro a los indígenas, espejos. Aunque se pensaba que aquel era un intercambio completamente injusto, (desde el paradigma occidental, que da mucho valor al oro), los/as indígenas, en cambio, lo tenían en abundancia y no suponía ninguna novedad. Pero no conocían ese cristal maravilloso, como un pedazo de agua o de luna, que entonces les presentaría, por vez primera talvez, la maravilla de su propio reflejo. Este hecho sería la anticipación de la irrupción del individualismo occidental en la cultura milenaria de los pueblos indígenas de vida en comunidad, en la que el espejo único, hasta entonces, había sido el agua: otro ser vivo, a través del que comprobar la existencia.

La conquista nos regaló la falsa idea de compañía que los espejos ofrecen. Porque un espejo siempre nos muestra a nosotros/as mismos/as, pero al revés. Basta que alguien nos mire para saber cómo somos en realidad. ¿Y quién es ese/esa que nos mira desde el espejo? ¿Podremos tener de él/ella alguna respuesta nueva? Narciso, según la mitología, murió por no haber obtenido ninguna respuesta de su venerada imagen reflejada en el lago. Porque en la auto contemplación, sin más, nos falta algo. Nos faltan las otras personas. Necesitamos de los/as demás para existir y confirmar la existencia que un espejo nos muestra incompleta.  Porque nuestras vidas no están en los espejos vacíos y deshabitados, sino en cómo las brindamos a los/as otros/as.

Dejar la propia imagen   y reconocernos en el resto (en un retorno al cristal transparente, que también tienen los espejos) es necesario para retomar el sentido comunitario de la vida, el sentido de relación y dependencia, tan elemental, pero reducido, cada vez más, en contextos urbanos, a nuevos espejos: los de las pantallas de los ordenadores y de los celulares. Se supone que nos facilitan mirar al resto, en menor tiempo, con mayor cobertura. Pero lo único que vemos a través de ellos, en, por ejemplo, las redes sociales, es la imagen del espejo que cada uno/a quiere mostrarnos, no la realidad, ni la imagen, ni los sentimientos, producto del contacto directo. Eso es otra cosa. Las computadoras y los celulares, sofisticados espejos de los siglos XX y XXI, son el actual paradigma del ensimismamiento que el consumismo nos regala. Estamos cambiando tiempo y contacto real (y el tiempo es oro, dicen los gringos, nuevos conquistadores globales) por esos espejos de la era digital, que importamos por millones y desechamos cuando quedan obsoletos.

El retorno a los espejos reales, a los espejos de las miradas humanas, que, aparte de duplicarnos actúan simbióticamente, pues devuelven también la posibilidad de que el otro/a se refleje (cosa que no podemos hacer con un espejo), será, talvez, el mayor cambio histórico que nos traiga el futuro. De lo contrario, como Narcisos y Narcisas modernos/as, estaremos condenados/as al vértigo de un “caer en mí mismo inacabable”[2], sin respuestas que complementen nuestra existencia. Solo con ecos de imagen vacíos, que cuando nos vendieron el discurso de la autonomía y la autosuficiencia, no nos contaron que llevan, tarde o temprano, a la soledad.



[1] Eduardo Galeano, “Elogio del Silencio”.
[2] Octavio Paz, “La caída”. 

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