“Un pez solo en su pecera se entristece
y entonces basta ponerle un espejo
y el pez vuelve a estar contento.”
Julio Cortázar, Rayuela.
Los espejos, paradigma de la
vanidad y el autoconocimiento, al menos superficial, reafirman y repiten
nuestra frágil existencia. Nos miramos en el espejo, en un ejercicio de
narcisismo o mortificación, y de apropiación de nosotros/as mismos/as, para
saber que estamos aquí. La sociedad actual, “mundo de plástico y de ruido”[1],
es algo parecido al espejo testigo, que hoy reemplaza a los ojos del resto,
antaño los espejos en los que teníamos que mirar para vernos.
Hace más de quinientos años, según cuenta
la leyenda, los españoles cambiaron por oro a los indígenas, espejos. Aunque se
pensaba que aquel era un intercambio completamente injusto, (desde el paradigma
occidental, que da mucho valor al oro), los/as indígenas, en cambio, lo tenían
en abundancia y no suponía ninguna novedad. Pero no conocían ese cristal
maravilloso, como un pedazo de agua o de luna, que entonces les presentaría,
por vez primera talvez, la maravilla de su propio reflejo. Este hecho sería la
anticipación de la irrupción del individualismo occidental en la cultura
milenaria de los pueblos indígenas de vida en comunidad, en la que el espejo
único, hasta entonces, había sido el agua: otro ser vivo, a través del que
comprobar la existencia.
La conquista nos regaló la falsa
idea de compañía que los espejos ofrecen. Porque un espejo siempre nos muestra
a nosotros/as mismos/as, pero al revés. Basta que alguien nos mire para saber
cómo somos en realidad. ¿Y quién es ese/esa que nos mira desde el espejo?
¿Podremos tener de él/ella alguna respuesta nueva? Narciso, según la mitología, murió por no haber obtenido ninguna respuesta de su venerada imagen
reflejada en el lago. Porque en la auto contemplación, sin más, nos falta algo.
Nos faltan las otras personas. Necesitamos de los/as demás para existir y
confirmar la existencia que un espejo nos muestra incompleta. Porque nuestras vidas no están en los espejos
vacíos y deshabitados, sino en cómo las brindamos a los/as otros/as.
Dejar la propia imagen y
reconocernos en el resto (en un retorno al cristal transparente, que también
tienen los espejos) es necesario para retomar el sentido comunitario de la
vida, el sentido de relación y dependencia, tan elemental, pero reducido, cada
vez más, en contextos urbanos, a nuevos espejos: los de las pantallas de los
ordenadores y de los celulares. Se supone que nos facilitan mirar al resto, en
menor tiempo, con mayor cobertura. Pero lo único que vemos a través de ellos,
en, por ejemplo, las redes sociales, es la imagen del espejo que cada uno/a
quiere mostrarnos, no la realidad, ni la imagen, ni los sentimientos, producto
del contacto directo. Eso es otra cosa. Las computadoras y los celulares,
sofisticados espejos de los siglos XX y XXI, son el actual paradigma del
ensimismamiento que el consumismo nos regala. Estamos cambiando tiempo y
contacto real (y el tiempo es oro, dicen los gringos, nuevos conquistadores
globales) por esos espejos de la era digital, que importamos por millones y
desechamos cuando quedan obsoletos.
El retorno a los espejos reales,
a los espejos de las miradas humanas, que, aparte de duplicarnos actúan
simbióticamente, pues devuelven también la posibilidad de que el otro/a se
refleje (cosa que no podemos hacer con un espejo), será, talvez, el mayor
cambio histórico que nos traiga el futuro. De lo contrario, como Narcisos y
Narcisas modernos/as, estaremos condenados/as al vértigo de un “caer en mí
mismo inacabable”[2],
sin respuestas que complementen nuestra existencia. Solo con ecos de imagen
vacíos, que cuando nos vendieron el discurso de la autonomía y la
autosuficiencia, no nos contaron que llevan, tarde o temprano, a la soledad.
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