Resplandor perdido
Se
trataba de una criatura cuya longitud no excedía los cincuenta y un
centímetros. Con alas, transparentes y delicadas, que no tenían la
capacidad para elevar su cuerpo y significaban más que un medio de
transporte, un detalle pintoresco, intentaba abrirse paso y avanzar
firme. Los pequeños pies, que calzaban botas altas, al chocar uno con
otro y contra el suelo, producían un sonido agudo, más bien ruidoso y
molesto, propio de seres pequeños y similar al mismo tono de su voz.
Trasladábase
de un lugar seguro a sitios inciertos, que su imaginación figuraba
castillos estilo medievales con altas torres y dragones guardianes, no
sin varios obstáculos que superar, los que su mente dibujaba oscuros y
terribles y de los que, sin duda, saldría siempre ileso.
En
los ojos tenía una expresión acuosa, de aquellas almas que lloran
permanentemente, más bien tristes, pero no sin cierto brillo de
inteligencia y curiosidad por la vida. Las cejas, lanudas y espesas,
alcanzaban la longitud propia de las que enmarcan los rostros de los
ancianos. Su nariz era pequeña, a pesar de que en su vida los olores
tenían su importancia y las orejas, casi puntiagudas, guardaban la
suficiente cantidad de cera como para hacerle difícil la tarea de
escuchar lo que sucedía a su alrededor.
Era
grueso, un poco débil y las uñas de las manos, largas y llenas de
tierra y microorganismos, le procuraban la habilidad suficiente para los
reducidos menesteres que le ocupaban. Simplemente observaba el mundo a
través de la gelatina brillante de sus pupilas grisáceas y de vez en
cuando encontraba propicio juntar las manos para que se abrigaran al
roce y si tenía ánimo, elevaba una plegaria.
Entre
las cotidianas actividades domésticas, la lectura de periódicos de
semanas pasadas -que recolectaba en sus eventuales salidas a la calle-
el humo que lanzaba la hoguera donde extinguía una vez leídos los diarios, la fragancia a manzana cocinada –único alimento que le era
lícito consumir- y la textura de una espesa alfombra de la que se había
provisto en alguno se sus viajes, transcurría, minuto a minuto, su
precaria existencia.
Se
había cansado ya de vivir bajo la tierra, oscura y fría atmósfera, un
medio un tanto hostil, porque mantener un hogar subterráneo significaba
no solo pelear con la gravedad y los molestos
invertebrados, sino le obligaba a una lucha permanente contra los
mamíferos que allí se refugiaban cada invierno. Hacía algunos años ya, había decidido fijar su domicilio dentro del tronco de un viejo árbol de manzanas.
No
sé muy bien cuántos años tenía, a lo mejor más de cien. El vestuario,
bastante anticuado, compuesto por un ajuar de lana y un sombrero tejido
de telarañas, seguramente databa del siglo pasado. En aquel tiempo, me
atrevo a afirmar, tendría el resplandor de un príncipe, envuelto en seda y con el pie convenientemente enfundado en botitas de suave piel.
Escrito en febrero de 2008.
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