La ranita Flavia
Flavia, una rana de
grandes ojos negros y brillantes, salió un día expulsada de la boca de una
flor. Era un anfibio completo, de piel verde húmeda y patas ágiles, elásticas
como resortes. Curiosamente, no había sufrido el ciclo metamórfico de comenzar
como un huevo, eclosionar, convertirse en larva, en renacuajo e irse
construyendo como una rana adulta. Eso tan raro le causaba alegría. Las
criaturas resbalosas y frágiles, esos seres pequeños, le parecían feos y le
causaban una infinita compasión.
Cerca de la flor
estaba un charco de agua café oscura. El bosque en el que habitaba era un mundo
de árboles blancos que olía a tierra húmeda. A fin de procurarse alimento, Flavia
saltaba con la rapidez necesaria para capturar arañas, mariposas, escarabajos y
orugas con su lengua pegajosa.
De vez en cuando iba en busca de la frescura
del agua y nadaba en el estanque durante largas horas. En este recorrido
acuático se encontraba con microorganismos y plancton, compañeros de travesía
con quienes saludaba efusivamente.
Sin embargo, una
mañana, Flavia encontró que no todo en el bosque era bueno. No solo vivían allí
arañas, orugas, moscos y escarabajos. Estaban también los malos: reptiles, aves
y pequeños mamíferos hambrientos que gustaban de las ranas verdes. Para
defenderse de los rigores de la cadena alimenticia, Flavia aprendió a saltar
más alto y a esconderse dentro de hojas verdes como ella, de modo que sus
enemigos no la pudieran ver. La ranita sonreía gracias a la efectividad de sus técnicas de
camuflaje. Para expresar su dicha, agitaba con fuerza el párpado inferior al son de la
música que ofrecían los grillos desde el bosque.
Corría el mes de
agosto cuando Flavia cayó gravemente enferma. Julia, una rata de bigotes
gruesos, le brindó cuidados durante su padecimiento. Con los días, a la rana le
era imposible alimentarse de insectos. Solo podía digerir algas y materia
vegetal. Nadie en el bosque se explicaba la razón de los dolores de Flavia. Los
animales del charco estaban muy tristes. La rana lanzaba gritillos de dolor
mientras sentía que su cuerpo se debilitaba.
Soportó ese estado durante una semana. El lunes siguiente, despertó aún más incómoda.
Sentía detrás la presencia extraña de una cola húmeda y resbalosa. Quienes iban
a visitarla, comentaban en voz baja los cambios en el aspecto de su compañera. Sus
signos vitales se redujeron al mínimo, hasta que la sabia rata, al presentir de
lo que se trataba por la respiración entrecortada del anfibio, tomó el cuerpo y
lo introdujo en un charquito junto a su nido.
A la semana
siguiente, las ventosas de sus manos desaparecieron y en poco tiempo, no tenía
extremidades anteriores. Pasaron tres días y medio y sus patas traseras se
debilitaron hasta evaporarse por completo. La anciana roedora que asistía a
Flavia, angustiada por este extraño fenómeno, observó afligida que había
perdido la osamenta y su cuerpo entero se redujo a una gelatina frágil, sin
huesos.
Los animales del
bosque visitaban a diario a la ranita. Incluso los moscos y las orugas, naturales
enemigos de Flavia, sentían tristeza por su enfermedad.
Finalmente, un
treinta de septiembre, ante el asombro de las criaturas presentes, en lugar de
la rana, un pequeño huevo de transparencia verde, flotaba en el lecho acuoso.
Comenzó a decrecer hasta convertirse en una cosa diminuta, que hubo de
desaparecer para siempre.
Flavia había
muerto. Mientras decoraban con flores y ramas olorosas el féretro de la difunta,
los habitantes del lugar cantaban melancólicas melodías funerarias. Las exequias
tuvieron lugar durante cinco días, en los que el bosque durmió para olvidar.
Luego de mucho debatir,
los miembros del consejo de animalillos del estanque llegaron a una conclusión.
Y comprendieron que la rana simplemente cumplió con su ciclo vital, aunque al
revés, porque nadie puede huir de su destino.
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