El
Ecuador es el país que no sé explicar de qué se trata. No es el
Caribe. No es sólo la selva. Es un puñado de corazones tricolores.
El rojo por la sangre, el azul por el cielo y por el mar. El amarillo
por el oro que nos robaron, y que nos siguen robando, dicen. El país
del Boletín y la Elegía de las Mitas. De gente india, chola,
montubia, chaza, longa, mitaya, negra, zamba, blanca y mulata. El
país del presidente loco que subastó su bigote por un millón de
dólares recaudados en una teletón, luego de grabar su propio CD. En
la época de Emprovit y Abdalac. El país del presidente que huyó en
helicóptero. El país colonial del rezago huasipunguero. El país
clasista, sexista, heteronormativo. El país polarizado por la
política. El país que desconcertó a Humboldt por la alegría de
sus habitantes con música triste. El país que condenó al suicidio
a Dolores Veintimilla de Galindo. El país que no le dejó ser
presidenta a Rosalía. El país que botó siete presidentes que había
votado (bueno, no todos) en menos de diez años.
El
país del feriado bancario. De la Santa Marianita de Jesús, del
Santo Hermano Miguel y de la Beata Narcisa de Nobol. De hacer de
Lenín Moreno y de Jefferson Pérez ídolos populares, cuasi santos,
equiparables a Gandhis criollos. Pero también el país de Matilde
Hidalgo, Jorge Enrique Adoum, Jorge Icaza, Juan Montalvo, Alicia
Yánez, Nela Martínez, Dolores Cacuango y Tránsito Amaguaña. El
país que desde el centro de la tierra está más cercano al sol.
El
país que se levanta, todos los días, con café con leche y pan. El
país de lagunas, lagos, páramos de esponjas de agua frías como las
cúspides de sus volcanes inquietos. El país del cóndor y del
colibrí. Aves tan disímiles, tan opuestas, como la Costa y la
Sierra. Como el Oriente y Galápagos. Como los ricos y los pobres.
Como los indios y los blancos.
El
país de mares serenos, de azules y verdes ligeramente turbios -que
los alejan de la postal del cristal celeste idílico-, y que se
enojan a veces. El país de montañas andinas, como colchas hechas a
puro retazo de siembra de verdores en degradé, por mujeres vestidas
de lana. El país de selva y lluvia y mañana la playa.
El
país que sonríe a visitantes. El país que no ama a las mujeres. El
país de mujeres que aman demasiado. El país de anocheceres a las
seis y media. Y de amaneceres a las seis y media. Doce horas de
claridad en todo el año. Y doce horas de oscuridad en todo el año.
Y un clima cuasi primaveral que solo se comprende cuando se está
fuera.
El
país del collar de lágrimas, de las hermanitas Mendoza Suasti y de
los hermanos Miño-Naranjo. De Hilda Murillo y de Héctor Jaramillo.
De Julio Jaramillo y Carlota Jaramillo. De Silvana Ibarra y Aladino.
De Máximo Escaleras y Piedacita Laso. De Gerardo Mejía y Sharon. De
la Bomba y Dupleint. De Guayasamín y de Delfín. De los cinco como
un puño y la generación decapitada. Y de Tábara. Y de Endara. Y de
la Guga Ayala. El país de las constituciones que duran diez años en
promedio. Y del congreso de los cenicerazos y la asamblea de las
sumisas. De los polos de desarrollo y de los bordes no desarrollados.
El
país de las casas de caña y de los techos de zinc. Pero el país de
edificios que no llegan a rascacielos. Y al mismo tiempo, el país de
las ciudades coloniales y republicanas de adobe, donde las rojas,
cómplices, tejas, unas a otras se cubren secretos. El país de las
tiendas del barrio. De las sastrerías y de las picanterías. De los
chifas y los chaulafanes. De las peluquerías y de los spas. De las
ventanas decoradas con cualquier adorno, para regalar primor a quien
pasa por la calle. De la decoración forjada en la acumulación de
recuerdos de bautizos, apilados en estantes con forma de casa. De las
lentejuelas, la espuma flex, los peluches en funda y las flores
plásticas con rocío falso. De los discos piratas vendidos
impunemente y los buses donde se va a matar o a morir.
De
los amores de paseo y carretera. De los payasos de bus y los galanes
de balneario. De quienes quieren ser aniñados negando su origen
cholo. Y de aniñados que quieren representar lo andino, desde sus
azules miradas. De los altares, las iglesias, los divinosniños, las
procesiones, las paradas, las marchas y los pases. Las rockolas y los
perritos runas en la calle. Los negocios imposibles de explicar con
las leyes del mercado, que tienen la capacidad de plegarse sobre sí
mismos y continuar mañana. -Yo reinaré, ruega por nosotros, en vos
confío-. El país de primero Dios y después vos.
El
país del pan de oro y del spray dorado. De los camiones de carga con
volutas y leyendas en la parte de atrás, que aparecen en el camino
como consuelos o presagios. De los taxis adornados con CD, zapato de
guagua y churonas. Del ceviche, el seco de pollo, la guatita, el
ayampaco, el tomate de árbol y la naranjilla. El país de maíz y de
trago de punta y de otros objetos que se juntan caóticos, en un
escudo kitsch, que en cada edición de las láminas educativas -que
aún venden- tienen una explicación distinta.
El
país donde la euforia dura una semana, donde la unión dura lo que
un partido de fútbol y mañana, sin la camiseta, somos tantas almas
disímiles. Pero el país que el abandono y la tragedia unen, en un
solo corazón, que talvez sólo Damiano pudiera explicar, en una
canción.
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