Un jueves siete de enero, a las
tres de la madrugada, cuando despedíamos a dos entrañables amigos, ella entró a
nuestra casa. Completamente negrita, con los ojos cafés y una cinta rosada en
el cuello. El Dieguito opinaba que debía ser de alguien, yo tuve mucho miedo. Me
asustan los perros que no son mis perros. Él pensaba que sería cruel, a esa
hora, sacarle de la casa. Ella estaba adentro ya. Esa madrugada, durmió en el garaje,
solita. Lloraba un poco, estaba asustada y extrañaba a su familia. Al día
siguiente, lloró de nuevo y le abrimos la puerta del patio. Salió volando
porque, educada como seguramente había sido, debía orinar en la tierra, y no
donde sea. Esa mañana llamamos a la Voz del Tomebamba, aprovechando además la
cercanía de la emisora más escuchada con nuestra casa, para dar noticia del
encuentro con la perrita: “Perrita negra con cinta rosada en el cuello, perdida”.
Los primeros días no quisimos
encariñarnos demasiado con ella. Abrigábamos la esperanza de que vinieran a
reclamarla. En una semana, o menos, me descubrí comprando, silenciosamente,
mantitas, sin querer que el Diego supiera que la negrita se había instalado en
mi corazón. El día en que llegué yo con la mantita, él, con el mismo miedo,
había llegado con un collar. Luego fue el plato de comida, la camita, la visita
al veterinario, el baño profesional y la comida al por mayor. De ahí lo que nos
invadía fue el miedo de que alguien viniera por ella. No supimos que esa noche
de enero, la despedida a nuestros queridos amigos significaría la bienvenida de
Tomasa. El nombre para la Tomasa fue una decisión colectiva, tomada en una
sesión extraordinaria de Ruptura. Luego de barajar varios nombres, desde
Princesa, Reina, Megan, Britney –que fueron descartados con una sonrisa- hasta
otros que desechamos porque coincidían con los de personas conocidas por temor
a posibles resentimientos, pasamos por nombres épicos y aristocráticos. De repente,
surgió la idea de Tomasa. El nombre fue apoyado unánimemente, como pocas cosas
en democracia radical.
La Tomasa fue metiéndose en
nuestra casa y en nuestras vidas, poco a poco. Al inicio pensamos que era
sorda, otro motivo para quererle más que a nada en el mundo, hasta que un día,
luego de dos meses de tenerle con nosotros, ladró por primera vez, y lo sigue
haciendo, semanalmente, cuando llega el señor que vende los periódicos el
domingo.
Come todo lo que encuentra por
ahí: medias, juguetes, bufandas, gorritas negras de lana, manteles, limpiones,
papeles y a veces hasta billetes.
La Tomasa es cálida y tiene esa
mirada de perrita que funde muchos sentimientos en un instante: la ternura, la
tristeza, talvez la nostalgia, la llamita incandescente de alguna ilusión y la
gratitud infinita. Si puedo decir algo de la mirada de la Tomasa, es eso, un
instante que guarda un infinito, un infinito de explicaciones y de emociones
difícil de describir. No estábamos preparados para cuidar de una perrita. Ya tuve
malas experiencias con plantitas que se me murieron. Por eso defiendo tanto a
quienes cuidan de otros y otras, me parecen los-las seres más valientes del
mundo. Eso de deshacerse de unx mismo y darse, es el acto de desprendimiento de
mayor valor. Cuando le conté a mi mami lo difícil que se había vuelto la casa
desde que la Tomasa nos acompañaba -la
casa que con mucho esfuerzo y hasta entonces
se había mantenido inmaculada, como una tacita de té de esa hermosa
tienda de chinos que venden porcelana verdadera en la Remigio Crespo- mi mami
me dijo que los animalitos y lxs niñxs solo nos hacen más humanxs.
Todavía no comprendo la dimensión
de mi humanidad, pero mi vida no volvió a ser la misma desde la Tomasa. Nuestra
vida. Dormimos Tomasa, comemos Tomasa, nos acostamos Tomasa, lloramos de la
ternura, Tomasa.
A veces queremos tomarnos fotos
con ella, pero animalita como es, no está contaminada de las poses y los
preparativos que lxs humanxs, sí. Ella solo es. Muchas veces queremos
simplemente que esté acostadita, pero ella se levanta y nos lame la cara, como
si fuera comida.
Le damos huesos de esos que
venden en el supermercado, como premios, y que simbolizan aquellas cosas que se
da a viejxs y niñxs o a parejas que se descuida por la cotidianidad y las
obligaciones, para mantener el vínculo. Esos regalos del remordimiento. Le damos
los huesos pensando que tendrá un momento de plenitud, que compense esas largas
horas de espera –que a mí me ha hecho mucha tranquilidad pensar, como dice mi
mami, que para lxs animalitxs el tiempo es relativo- y lo que ella hace,
perrita como es, infinitamente noble y cándida, o a lo mejor, precavida y de
inteligencia superior, casi clarividente; es enterrarlos. Nos preguntamos con
frecuencia qué es lo que hace ella luego con los huesos y con todos los otros
tesoros que esconde. Talvez los desentierra en nuestra ausencia, pues hay
momentos preciosos de la vida que se disfrutan en soledad, o a lo mejor les ha
provisto de esencia, y los sumerge para que tengan su propio descanso, o
posiblemente, siente que son semillas, que con el amor de ella y las lluvias
que son tan frecuentes por acá, van a hacer crecer, en unos meses, un robusto
árbol de huesos de cuero, para el deleite de ella y de lxs otrxs perritxs, de
esos que pasan por la calle y rebuscan entre las fundas de basura y que talvez
no han tenido la audacia de simplemente entrar en alguna casa, para ya no irse
nunca, para quedarse siempre.
La Tomasa ha hecho un gran
trabajo con las alfombras que con esfuerzo compramos en la Rotary, esas que
tienen una fibra vegetal –de qué se yo—y que, según mi experiencia, pueden
durar muchos años de la vida. Ella muerde las alfombras como si no hubiera
mañana. Libra batallas que para nosotros es difícil entender, en la soledad de
a veces de la casa, o en presencia de nosotros, con tanto cinismo como encanto.
La Tomasa es negra, negrísima. Me
tranquilizó leer alguna vez que a lxs perritxs negrxs es difícil notarles la
expresión del rostro, por eso esos ojos brillantes y de llanto que
permanentemente está a punto de estallar, los interpretamos como de ilusión.
No soy madre todavía, sin embargo,
la llegada de la Tomasa me hizo cambiar de vida, de prioridades, de
pensamiento. La Tomasa es ahora mi ser para otra. Nada más angustiante que su
naricita como una piedra gris, y nada más hermoso que su nariz fría y negra,
luego de haber hecho lo imposible por crearle un jardín, para que tuviera
espacio verde, para esas horas de soledad.
Cuando pienso en ella, pienso en
el valor de la frase “qué importa el tiempo sucesivo, si en él hubo una
plenitud…”. Cuando ella es plena, (o cuando mi pensamiento antropocéntrico me
hace pensar que hay cosas que como a mí, le deberían hacer feliz a ella) creo
que las otras cosas se relativizan y que no existe nada más que la felicidad
infinita de ese momento.
Si pudiera leer la Tomasa, o si
pudiera yo hablarle en el lenguaje de los perros, y de los perritxs runas, esos
que son más sabios y bondadosos porque siempre están como agradeciéndole a la
vida el techo y el amor; le diría que esté tranquila, que todo está bien, que
estamos pendientes de ella, y que es, hasta el momento, el mejor acontecimiento
de nuestra vida en familia.
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