John Filemón es una de esas
presencias permanentes. De cartón piedra. Con la mirada fija en el infinito y
una sonrisa siempre cordial, reposa en una esquina de esa casa, de esta casa,
de esa sastrería de donde le rescatamos una tarde de caminar por el centro.
Le rescatábamos de una soledad que posiblemente él no asumía, pues su sonrisa era la misma.
Le rescatábamos de una soledad que posiblemente él no asumía, pues su sonrisa era la misma.
Siempre me ha parecido un crimen
despojar a un maniquí de su hábitat natural. Hay tantas sastrerías de viejitos
donde posan con elegancia, con solemnidad, con el recuerdo de viejas glorias y
de días mejores, varias figurillas. Pero el caso de John era distinto. Le encontramos
en una sastrería con un segundo piso, donde le habían relegado luego de
reemplazarlo por un maniquí más moderno, de esos enteramente plateados con
peinado ya de los noventa.
Decidimos hacernos cargo de él y
sus dueños sonrieron cuando les preguntamos si vendían el muñequito. ¿De verdad
les gusta?, preguntaron.
John tiene la carita trizada,
seguramente como consecuencia de algún brusco golpe. Una precaria restauración
oculta a primera vista esa marca de dolor de su vida. Su mirada siempre alerta,
de ojos que nunca parpadean “para mirarnos sin tregua ni respiro” saluda a
quienes le contemplamos. John no tiene brazos, a lo mejor no los necesita. Y tampoco
tiene pies, ni los quiere, pero de seguro puede volar.
¿Qué hará John cuando no le
vemos? Posiblemente cuida la casa y permanece atento a los ruidos. Talvez dialoga
con los otros objetos que habitan la casita, esos que parecen tener alma. A lo
mejor hasta se enamora.
John Filemón de medio cuerpo,
antiguo él (difícil precisar de cuándo)
pero viejo y sabio. Con un fino bigotillo y una mirada del color del café no
muy cargado y unas mejillas sonrosadas que demuestran juventud. Paradoja en
pie. Joven y viejo o eternamente joven, o jovenmente viejo. Y su fina estampa
delata su pasado tiempo de vigor, cuando le vestían con los mejores modelos y
cuando podrían envidiar de él la postura los caballeros de la época.
Qué triste la vida de un maniquí,
si la pensamos desde cómo quisiéramos que sean nuestras vidas. Pero esa perenne
serenidad que les caracteriza demuestra que la felicidad fue un momento hermoso
que pudieron retener para siempre.
John nos acompaña en la aventura
de ahora. Nos acompañó antes. Y lo llevaremos donde el corazón nos lleve.
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