Desde hace seis meses, tengo la
dicha de vivir en el Centro Histórico. Siempre ha sido el espacio referente de
mi vida, pero lo había caminado solo en el corazón y no en sus calles más
periféricas. Esta experiencia de caminar y caminar, de ver por las vitrinas y
las ventanas, me ha brindado la maravilla del descubrimiento de escenas,
personajes y lugares pintorescos y sensibles, que trataré de describir,
brevemente, a continuación. En este ensayo de recoger pasos, no se agotan los
posibles lugares y personas donde el primor, la belleza, la nostalgia y, a
ratos la tristeza, se unen. Quisiera guardar para siempre en mi mente estas
imágenes, que temo podrían perderse por el paso del tiempo. Muchos/as protagonistas
de estas historias son personas ancianas que ejercen valiosos oficios, todos
los días, con el amor, el esfuerzo y la experiencia de décadas. Algunos lugares son:
Los talleres de costura, donde
hábiles modistas confeccionan trajes y uniformes a medida.
Los misteriosos zaguanes que
albergan enigmáticas y solitarias vitrinas, que exhiben mercadería peculiar, de
la que, aparentemente, nadie se hace responsable.
Las pequeñas farmacias
familiares, que han sobrevivido a la profusión de cadenas como “Fybeca”, “Pharmacy’s”,
“Cruz Azul”, o “Sana Sana”, que aparte de medicamentos venden productos “Maja”,
maquillaje utilizado por muchas mujeres y colonias “Jockey Club” o “Pino
Silvestre”, antiguos perfumes de caballero.
Los locales de venta de
periódicos, libros y revistas usados, que exhiben la mercadería entre el polvo
y la nostalgia.
Las clásicas peluquerías, que con
su mobiliario beige y rojo ofrecen cortes de caballero a un dólar y cortes de
dama a tres y en cuyas vetustas paredes figuran posters de modelos de los años
ochenta y principios de los noventa, luciendo cortes que han perdido actualidad.
Las peluquerías ya más modernas, que
ofrecen en vistosos carteles colocados afuera, cortes, peinados, rayitos,
manicures, pedicures, depilaciones, rizados de pestañas permanentes o colocaciones
efímeras de pestañas y que por lo general tienen nombres de mujer que terminan
en un apóstrofe y una ese, como “Anny’s”, “Loly’s”, o “Pachi’s”.
Los paradigmáticos estudios jurídicos que atienden a la calle, con máquinas de escribir y antiguos archivos de juicios interminables, donde los/as preocupados clientes esperan a ser atendidos por el abogado sentados/as en una silla.
Los tradicionales locales de venta de polleras bordadas y de vestiditos para Niñitos Dios y para santos, donde las lentejuelas, los mullos, el terciopelo y los coloridos hilos, son la sensación.
Las pocas tiendas de discos que sobreviven a la profusión de la piratería y la música computarizada.
Los antiguos estudios
fotográficos, en cuyas ventanas y puertas aparecen viejas fotos de matrimonios,
grados, quince años, o fotos tamaño carnet de alguna figura pública que para
hacer un trámite burocrático se tomó la foto “al paso” y posa imperturbable
sobre un fondo marmoleado que imita a los jeans nevaditos que tan de moda
estuvieron en los años ochenta. De vez en cuando, estos estudios, tienen
fotografías antiguas y bellas de personajes de la ciudad, en gran tamaño, que
nos hacen pensar que la experiencia será trascendental. Pasamos al estudio y
vemos, con tristeza, que una improvisada cámara digital nos invita a sonreír
para imprimir en serie el aspecto de ese día.
Los paradigmáticos viejitos que
se sientan en las bancas del Parque Calderón, ataviados con sus mejores galas, y
que en grupo ven pasar las palomas y la vida desde el corazón de la ciudad con
sus sombreros, sus bastones, sus lentes y sus interminables conversaciones. Que
sean hombres y no mujeres dice mucho de cómo el espacio público por décadas ha
sido territorio masculino.
Los alféizares de las ventanas,
que revelan, si uno se acerca, diversos y encantadores objetos, cuya finalidad
es ser inútiles, pero bellos. Ya una figura de un perrito pequinés encapsulada
por el tiempo y por el brillo arcoíris de la manufactura china. Un jarroncito
con flores de plástico, engalanadas de falso rocío. De vez en cuando un
peluche, de esos de grandes ojos azules de plástico, pegados sobre una nariz
negra y una lengüita fabricada con un trocito de imitación de terciopelo rojo
y, con suerte, con un corazón acrílico que brinda una frase de amor a la
lectura de los paseantes. Un cenicero, una muñequita de porcelana que nos ve
pasar, a través de la ventana.
Las antiguas floristerías, que,
en afán de remozamiento, presentan nuevos diseños de arreglos florales al
exigente público. Ositos y perros, fundamentalmente, de esponjosos cuerpos de
claveles y oasis, son la novedad. Con frecuencia, estos mismos
establecimientos, tienen unos interesantes soportes donde giran tarjetas del
tamaño de una de crédito, ya holográficas, ya normales, con hermosas y hechas
frases de amor, acompañadas en su dulzura por dos caras: una, la que presenta
el inicio de la frase y que, rematada con puntos suspensivos siembra la
zozobra, la espera y la ansiedad de saber qué dice del otro lado de la tarjeta
y, la otra, donde está la conclusión de la frase, con un espacio en blanco
donde poner el nombre de quien se responsabiliza de declarar su amor. La
decoración de la tarjeta está hecha con base en dibujitos de perritos tristes y
cursis de largas orejas y grandes ojos de asombro y de melancolía, (algo
parecido al amor) o, también ocurre, con imágenes de parejas disfrutando de
atardeceres en lejanas playas, al compás de un congelado viento que ondea sus
cabellos (escenas similares a las insertas en vídeos de karaoke) y que,
emplasticadas, nos brindan el recuerdo de suspiros de tarjetas recibidas o la
frustración de tarjetas jamás entregadas.
Las sastrerías, que cuando un@ se
asoma nos brindan la escena del sastre viejito, con la cinta métrica rodeándole
la espalda, mientras corta, cose o plancha, con un antiguo maniquí de ojos
estáticos, que luce la mejor creación, mirando desde el fondo.
Las señoras que sacan a pasear
perritos pequineses y frenchs.
Las viejitas de las tiendas, que
atienden sentadas y se sirven de un palo para acercar la mercadería a la
clientela y generalmente están acompañadas de un gato.
Los talleres de carpintería que
animan su jornada diaria con emisoras de radio festivas.
Las antiguas zapaterías que
sobreviven a la profusión del calzado chino, en tanto confectoras de zapatos y,
a la Rápida y a la Precisa, en tanto reparadoras de lo mismo. Muchas veces,
estos establecimientos están regidos por algún zapatero muy viejito, que,
acompañado por las noticias de una radio de transistores, espera con paciencia
la venta de su valiosa mercadería.
Las palomas que aguardan en los
techos algún llamado de sincronización misteriosa y que, por momentos, parecen
caer del cielo en masa para bajar a comer o para pasarse al techo del otro lado
de la calle.
Las pequeñas fondas que ofrecen
comida costeña, con un carrito a la puerta para invitar a los transeúntes a
pasar.
Los zaguanes coronados por una
paila de fritada hirviendo o de papas con cuero rebosantes de arroz con fideo
trigo y huevos duros.
Los carritos de helados que por
un extraño mecanismo se mantienen congelados, vienen en conos “Campeón” y se decoran
con una mermelada de mora que sale de un envase en el que alguna vez hubo salsa
de tomate.
Los carritos de hielo que gracias
al raspado se convierte en escarcha, que se decora y endulza con agüitas de
varios colores y que, en un vaso plástico y con sorbete, se sirve con una cima
de leche condensada y parece la gloria cuando el carrito aparece en una mañana
sofocante o en el sol del mediodía.
Los olorosos y cenicientos
carritos de chuzos.
Los fragantes carritos de
plátanos con queso.
Los gloriosos carritos de
fritada, mote choclo, huevo duro, papas chauchas, tostado, plátano y mayonesa
que se sirven en una fundita amarilla a la que, humeante, acompaña una cuchara
plástica.
Los carritos que venden
“cevichochos”, una alternativa económica para quien está “chuchaqui” y no pudo
comprar un encebollado o ceviche.
Los contados y olorosísimos
carritos de hot dogs donde, en la noche, l@s comensales se congregan para matar
el frío y el hambre, cuando los hay, o, de lo contrario, se acompañan de su
dueño que, habiendo llegado en bicicleta, espera paciente frente al cálido
potaje la venta de aquellos deliciosos sánduches.
Las señoras de cuarenta años para
arriba que tienen peinados traídos directamente de finales de los años ochenta
y principios de los noventa, cuando estaban de moda las permanentes, los
ventarrones y los coquetos cerquillos abombados.
Los señores que lustran zapatos
en antiguas sillas de madera rojas o azules y que brindan a su distinguida
clientela la prensa del día para su lectura.
Las viejitas que, de vez en
cuando, se ve asomar por las ventanas nostálgicas de algún conventillo y que
miran la vida pasar desde un segundo o tercer piso.
A veces, una puerta abierta que,
si nos atrevemos a mirar más detenidamente, revela la existencia de un patio y,
con suerte, hasta de una huerta.
Los talleres de reparaciones
eléctricas donde aparece el técnico entre varias columnas de televisiones,
refrigeradoras, hornos, licuadoras, batidoras, microondas, radios, teléfonos,
etc.
Los bazares que venden todo para
el hogar y regalos especiales, entre los que cuentan ollas de fierro enlozado,
lámparas con imitaciones de gotas de vidrio, peluches, tarjetas, figuras
decorativas, diarios íntimos, cajitas musicales de secretos, etc.
Los hermosos y fantásticos almacenes
que ofrecen todo para fiestas y que nos reciben con algún muñeco de peluche
gigante (generalmente “Barney”, “Mickey Mouse” o “Winnieh the Pooh”) que tiene
vida propia y en cuyas vitrinas no faltan los vestidos de novia y de quince
años para alquiler, además de los letreros de espuma flex, encaje y escarcha
con mensajes como “En mi grado”, “En mis quince años”, “En nuestro matrimonio”,
que también venden tarjetas, bolsitas de arroz, ligas, copas, champán Grand
Duval (el de las grandes ocasiones) manteles, disfraces y en los que, si
entramos, nos ofrecen un delicioso pedazo de torta ya como cortesía, ya como
invitación a contratar el paquete completo de nuestra celebración, con el fin
de hacerla inolvidable.
De repente una viejita con una
canasta en la que guarda lo que teje a crochet, muñequitas, vestidos de
muñecas, tapetitos y diminutos escarpines.
Las abacerías con frascos
gigantes de vidrio, en los que hay nueces, pasas, almendras, pistachos,
aceitunas y otros lujos gastronómicos para su venta al por mayor (y menor).
Las antiguas panaderías que
exhiben en sus vitrinas pastas rebosantes de una crema blanca que decora un
cake relleno de mermelada de frutilla o
mora y que terminan en un churito de crema, bañado por coco rallado y coronado
por una cereza marrasquino.
Las pequeñas vitrinas donde se
reparan relojes y en cuya publicidad se constituyen los relojes jamás
reclamados por antiguos clientes.
Los puestos de revistas y periódicos,
donde autores locales, con el fin de probar la suerte que no tendrán en las
grandes librerías, ofertan sus libros, y donde siempre se puede encontrar el
almanaque Bristol.
Los charolitos de cigarrillos,
caramelos, papas, chifles, aguas, chupetes, chicles, fósforos, etc.
El puestito que cubre de mica
documentos importantes.
Los locales de alquiler de
computadoras con internet que ofertan la elaboración de trabajos y la hechura
de tesis enteras.
Algún taller de un valiente
pintor que hace su arte frente al público.
Una tienda de barrio con una vitrina por delante, donde se exhibe, en un plato de fierro enlozado, dulce de leche hecho en casa para meterlo en un pan.
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